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Espionaje y ecología: el mundo no cambió demasiado

por Dr. Alberto Hutschenreuter

 

Como consecuencia de las revelaciones hechas por un exagente estadounidense acerca de las actividades de vigilancia informática a escala global realizadas por Estados Unidos, y de los hechos que tuvieron lugar recientemente en la zona del Ártico, que terminaron con la captura y detención de miembros de Greenpeace por parte de las autoridades rusas, espionaje y ecología se resituaron en el centro de la política internacional.

Se trata de cuestiones en principio diferentes: en tanto el espionaje es una actividad protohistórica asociada corrientemente a las relaciones interestatales, la ecología es uno de los denominados ‘nuevos temas’ y está más vinculada al orden global o mundial, es decir, a los intereses de la humanidad. En tanto una pertenece al clásico segmento de la ‘alta política’, esto es, cuestiones primariamente geopolíticas, estratégicas y de seguridad, la otra se ubica en el de la ‘baja política’, es decir, asuntos comerciales, económicos, sociales, etc.

Si bien es cierto que las cuestiones de ‘baja política’ prorrumpieron con fuerza en los años setenta, cuando la contienda bipolar ingresó en una era de distención y la supremacía estadounidense se moderó o normalizó ante el ascenso de otros Estados, la verdadera hora para los denominados ‘nuevos tópicos’ llegó tras el final de dicha contienda, cuando no solamente pasaron a ser tan principales como los de la ‘alta política’ (al tiempo que los temas de este segmento parecieron descender al segmento de la ‘baja política’), sino que algunas de esas temáticas fueron consideradas clave en relación con la futura configuración del orden internacional, por caso, el comercio o todos aquellos asuntos que parecían afirmar la predominancia de intereses de la por entonces denominada ‘aldea global’.

Aunque el comercio y las cuestiones de interés global ocuparon un lugar importante en las relaciones internacionales, el mundo no se configuró en torno a dichos ejes, y ello en buena medida se explica por la predominancia de cuestiones relacionadas con la seguridad, la geopolítica y el poder; es decir, temas pertenecientes a la (‘devaluada’) ‘alta política’.

Por caso, el comercio no solamente pareció ser el gran factor de vinculación internacional, sino el factor que inhibiría los conflictos y confrontaciones entre los Estados: de allí que se habló con notable audiencia y respaldo acerca del advenimiento de los ‘Estados comerciales’ e incluso, como consecuencia de la poderosa red de interdependencias que formaría el comercio, de ‘Estados virtuales’. Sin embargo, una de las razones más centrales en relación con la no concreción de un mundo en clave (geo) comercial fue la seguridad: los bloques, por ejemplo, Europa, difícilmente podrían alcanzar autonomía en materia estratégica si su principal actor estratégico (o ‘pacificador’ en términos de John Mearsheimer) era (y es) un actor extracontinental (acaso es pertinente recordar que en el conflicto de Kosovo, en espacio europeo, el 95% del poder aéreo, más del 95% de las municiones y casi el 100% de la información de inteligencia fue aportado por ese actor extracontinental).

Más todavía, el comercio fue el segmento de la globalización más enfocado por Estados Unidos para amparar y promocionar su interés nacional: la propia ‘Doctrina Clinton’ se fundó en una ‘soft-conception’ de seguridad y maximización de intereses nacionales, puesto que su propósito consistió en ‘predisponer’ a los países a que abrieran sus economías y desmontaran sus capacidades regulatorias, lo cual favoreció las necesidades estratégicas estadounidenses. En este sentido, la globalización no fue ideada por Estados Unidos, pero sí fungió como el acontecimiento del que se valió principalmente ese país para enfrentar una cuestión que por entonces fue concebida como una de las principales ‘hipótesis de conflicto’ del país, el incremento de la pobreza doméstica. De allí que la globalización fue, ante todo, un ‘régimen de poder’.

En este contexto, la mayoría de las capacidades de vigilancia y espionaje de Occidente creadas en tiempos de Guerra Fría, tras su final fueron ‘reasignadas’ al servicio de la obtención de ganancias nacionales comercio-económicas, es decir, en dirección de la captación de mercados, activos en el extranjero, contratos, tecnología, etc. Esta suerte de práctica posgeopolítica interestatal selectiva (administrada y coordinada por la National Security Agency estadounidense) fue tal que Europa (un aliado de Washington) debió constituir una comisión para investigar las múltiples interceptaciones privadas y económicas que habían dañado seriamente los intereses (centralmente económico-industriales) europeos.

Las cuestiones o temas no tradicionales también gozaron por entonces de un notable respaldo y expectación, puesto que se consideraba que, desaparecido el régimen de rivalidad y confrontación interestatal, las organizaciones intergubernamentales (como la ONU) y no gubernamentales (como Greenpeace, entre otras) desempeñarían un papel mayor en relación con el siempre anhelado reparto de ecuanimidad internacional.

Sin embargo, los datos provenientes de la experiencia eran casi inexistentes en relación con transferencias de soberanía por parte de Estados a organizaciones de esa naturaleza, particularmente de Estados preeminentes que, siguiendo una ‘regularidad’ en las relaciones interestatales, jamás permitieron ni permitirían que una organización intergubernamental  afectara cuestiones relativas a su poder nacional ni, mucho menos, adoptara decisiones por ellos.

De allí que si bien las entidades no gubernamentales, concretamente medioambientalistas, lograron éxitos sin duda resonantes, por caso, cuando presionaron para que el desguace de una plataforma de la compañía Shell no se realizara en el mar sino en tierra o cuando se logró la firma del Tratado de Ottawa (que prohíbe las minas antipersonales y de cuya campaña la organización Greenpeace fue parte), también afrontaron límites cuando fueron más allá de lo recomendable, en algunos casos de modo terminante; es decir, cuando pretendieron detener resoluciones de escala de actores poderosos, por caso, de Francia, o incluso en cuestiones ‘cosmopolitas’ o relativas a ‘bienes públicos mundiales’ impulsadas por dichas organizaciones, por ejemplo, en materia de emisiones de gases de carbono, puesto que los actores preeminentes se mostraron reluctantes en relación con la aprobación de proyectos de leyes que implicaran afectar derechos a ‘espacio para carbono’, como bien advierten Joseph Stiglitz y Mary Kaldor en un texto de reciente publicación.

Hechas estas breves consideraciones, podemos apreciar que si existe una razón o un obstáculo central que restringe la afirmación de un orden internacional con mayor gobernanza mundial frente a un orden internacional bajo imperio de intereses nacionales, ello se debe fundamentalmente a que los Estados, particularmente los mayores, no están dispuestos a realizar derogaciones de su seguridad y su soberanía. Si bien es verdad que se han registrado avances en relación con el establecimiento de regímenes que impiden que las relaciones internacionales sean como una ‘gran urbe sin semáforos’, la concepción estatal de amparo y autoayuda conserva su primacía.

Por ello, el espionaje, es decir, una cuestión de seguridad de ‘alta política’, sin duda que es una actividad reprensible pero en modo alguno sorprendente tratándose de un actor mayor como Estados Unidos, que lo practica en función de al menos dos cuestiones clave en relación con su seguridad e interés nacional: por un lado, necesidad de mantener su (menoscabada, es cierto) predominancia interestatal en todas las dimensiones de poder; por otro, continuar la lucha contra el terrorismo transnacional y frente a todo agente de violencia que implique dañar (a “manera kamikaze”, como expresan sus expertos) la seguridad nacional.

Por otra parte, si bien la predominancia tecnológica coloca a Estados Unidos como un actor prácticamente inigualable en este segmento de poder nacional, otros actores preeminentes han venido realizando tareas de espionaje, al punto que en algunos casos el desarrollo tecnológico-industrial alcanzado (por parte de actores pertenecientes y no pertenecientes a Occidente) no hubiera sido posible sin ese recurso de poder.

En cuanto a la cuestión ecológica, como consecuencia de la percepción de los actores centrales respecto de algunas tendencias, la tradicional postura de reluctancia nacional por parte de dichos actores frente a organizaciones no gubernamentales se ha reafirmado. En este sentido, el seguimiento de los discursos y los documentos oficiales de la dirigencia de Rusia, firmes en cuanto a la defensa de la soberanía y la integridad territorial, no admite la menor duda respecto de la posición de este actor en relación con las tentativas (estatales y no estatales) que alientan la injerencia sobre los espacios nacionales.

Para los actores preeminentes, la concepción de espacio nacional no solamente se limita a aquel jurídicamente definido, sino también al espacio estratégico (generalmente, aunque no siempre) adyacente, es decir, aquel espacio que por su proximidad, sus activos estratégicos, la acechanza de alianzas político-militares, etc., es de interés prominente respecto de la seguridad y el poder nacional, por caso, el Ártico, el mar de la China Meridional, el Atlántico Sur, etc., espacios que desde la perspectiva de las entidades valedoras del medio ambiente son considerados casi románticamente ‘globales comunes’.

Por ello, la sin duda loable defensa del medio ambiente siempre enfrentará severas reservas cuando la misma pueda llegar a afectar cuestiones de ‘alta política’, es decir, cuestiones que están asociadas a la misma supervivencia de los actores.

En breve, si por cambios de escala en el orden internacional debemos considerar el ascenso y afirmación de temáticas relativas a intereses de la humanidad por sobre intereses de los Estados, los hechos recientes relativos a prácticas ‘non sanctas de espionaje interestatal y global por parte de Estados Unidos como así a la defensa terminante de intereses centralmente geopolíticos por parte de Rusia, nos muestran una realidad contraria, una realidad que Stanley Hoffmann consideraría no en el segmento de ‘políticas de nuevo orden’ sino en el de ‘políticas como de costumbre’, es decir, aquel segmento reservado incondicionalmente a la autoayuda, al interés y al poder nacional.