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La Universidad Invisible, la libre circulación de conocimiento y el no me creo lo que dices hasta que lo demuestres

Quienes sois aficionados a la saga Mundodisco, de Terry Pratchett, seguramente conoceréis la Universidad Invisible, una institución de hechiceros viejos, tradicionalistas, refractarios a los avances del mundo y, sobre todo, celosos de sus conocimientos. El acceso a su biblioteca está restringido, la naturaleza de las charlas entre magos es ignorada por el conjunto de los habitantes de Ank-Morpork.

En definitiva, la Universidad Invisible no deja de ser una sátira de la mayor parte de instituciones que, a lo largo de la historia, han acabalado conocimiento. Algo que, habida cuenta de cómo imparten clase determinados catedráticos de Historia del Derecho en la Universidad de Barcelona, parece que no ha evolucionado demasiado (dispensad, necesitaba quitarme la espina).

Sin embargo, los muros que contienen el conocimiento se han ido rebajando, desde el desarrollo de la imprenta hasta el advenimiento de Internet. Y también se está instaurando al fin la idea de que los progresos en dicho conocimiento no se obtienen aislando a los genios en despachos o laboratorios, sino permitiendo que interactúen con otras personas, y que los resultados se presenten a ojos de todos.

Wikipedia es un ejemplo popular de esta tendencia; Cochrane Collaboration es otra más profesional.

Con todo, la primera vez que se persiguió esta forma de almacenar, combinar y distribuir conocimiento probablemente fue en 1645, gracias a la creación de una Universidad Invisible de verdad que representaba los valores justamente contrarios a la Universidad Invisible de Pratchett.

La Universidad Invisible

Hooke

Un grupo de personas que vivía en Londres decidió que, si aspiraban a aprender mejor cómo funcionaba el mundo, debían plegarse a una máxima elemental: no hay que creerse lo que no puede demostrarse que es cierto, y por qué es cierto. Este grupo de personas estaba compuesto por algunos nombres que han pasado a la historia de la ciencia: los filósofos naturales (científicos) Robert Boyle y Robert Hooke y el arquitecto Christopher Wren.

Dichos personajes sabían que el ser humano, sin embargo, tenía una patológica tendencia a ser acrítico con sus creencias. Si alguien creía que algo era cierto, resultaba muy difícil que se autoexaminara, evaluara las evidencias y finalmente empleara la razón para averiguar si dicha creencia se sostenía o no. Así pues, inventaron una forma revolucionaria para someter las creencias: no someter las propias, sino las ajenas. Ya se sabe que, si bien de autocrítica andamos cortos, criticar a los demás nos encanta.

Así pues, Hooke, Boyle y Wren se comprometieron a adquirir conocimientos nuevos a través de medios experimentales y a exponer los descubrimientos de unos y otros para que el ojo ajeno descubriera errores o inconsistencias.

Los tres decidieron fundar, entonces, una institución abierta, descubierta y a merced de la crítica, algo bastante pionero para la época. Llamaron a esta institución Universidad Invisible porque, a diferencia de lugares como Oxford o Cambridge, no tenía una ubicación física. Era una suerte de Internet. La Universidad existía sólo en la mente de los científicos y se plasmaba en la naturaleza de sus colaboraciones y críticas mutuas.

Tal y como explica Clay Shirky en Excedente cognitivo:

Era una universidad porque sus relaciones eran universitarias: operaban por medio de un sentido de interés mutuo en el trabajo de los demás y de respeto por el mismo. En sus conversaciones, solían describir su investigación con claridad y transparencia. Robert Boyle, miembro del colectivo, y algunas veces llamado el padre de la química moderna, ayudó a establecer muchas de las normas sobre las que se apuntalaba el método científico, especialmente cómo debían llevarse a cabo los experimentos (el lema del grupo era Nullis in Verba, es decir “En palabras de nadie”). Cuando alguno de sus componentes anunciaba el resultado de un experimento, los otros no sólo querían saber cuál había sido el resultado, sino cómo se había efectuado el experimento, de modo que sus afirmaciones pudieran ser puestas a prueba en otra parte. Los filósofos de la ciencia llama a esta condición “falsabilidad”. Las afirmaciones que carecían de falsabilidad eran vistas con gran escepticismo.

Esta mezcla de trabajo colaborativo y competitivo, de claridad expositiva, de crítica que funcionaba como autocrítica, fue la responsable de que, en pocos años, se llevaran a cabo asombrosos progresos en química, biología, astronomía y óptica.

Colaboración

La razón de que este progreso tan asombroso, que hoy en día aún continúa, no sólo se basa en la rigurosidad del método científico o la máxima objetividad (presentar descubrimientos con lenguaje críptico u oscuro era un defecto, y no una virtud intelectual, a diferencia a lo que ocurre con las disciplinas humanísticas como la filosofía o la literatura. Podéis leer más sobre ello en Esto lo entiende hasta un niño de 5 años). A este avance espectacular en el conocimiento también contribuyó a que el objeto de investigación era más sencillo y exento de tantas variables como lo es, por ejemplo, la antropología o la psicología.

Pero broche final que impulsaba con ahínco este desarrollo intelectual sin precedentes se lo debemos a que las paredes de la Universidad Invisible eran, en efecto, invisibles, tal y como señala Shirky:

¿Qué tenía la Universidad Invisible que faltara a los alquimistas? No eran sus herramientas, pues tanto los químicos como los alquimistas empezaron con viales, braseros y balanzas. Tampoco era su perspectiva, puesto que ni una sola figura hizo un repentino avance en química, como ocurrió con Newton y la física. La Universidad Invisible tenía una gran ventaja con respecto a los alquimistas: se tenían los unos a los otros.

La Universidad Invisible acabó siendo tan importante para el desarrollo de la ciencia británica que sus componentes formaron el núcleo de la Royal Society, una organización mucho menos invisible constituida en 1662 y que todavía sigue en activo hoy en día.

Podéis leer más sobre este tema en ¿Eureka? No existe ‘el inventor’ sino los inventores.

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