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Por qué “post-verdad” se ha convertido en la palabra del año

Nigel Farage sabía que tenía un problema. Pero no le importaba. Al día siguiente de que Reino Unido votara a favor de marcharse de la Unión Europea, una decisión que él, como líder del UKIP, había fomentado a través de toda clase de eslóganes, Farage tuvo que enfrentarse a una cuestión incómoda: ¿cuándo y cómo regresarían los 350 millones de libras robados por la Unión Europea al sistema público de salud británico? No en vano, era una de las más importantes ideas de su campaña.

Yo nunca dije eso“, respondió Farage a una incrédula presentadora. “Pero su autobús…”, trató de recordar. “No era mi autobús”. Farage despachaba así la afirmación, pomposa y posiblemente clave para muchos votantes del “Leave” durante la campaña. Según él, había sido un error, o una mentira, pero en cualquier caso no importaba: lo relevante era que Reino Unido volvía a ser un país independiente. ¿Los 350 millones de libras? El precio a pagar por la libertad y por recuperar su propio futuro.

Farage y la campaña del Leave habían mentido. Y no les importó admitirlo veladamente la mañana posterior al referéndum. Nadie salió en televisión defendiendo, por ejemplo, que gracias a la salida de la Unión Europea el Reino Unido ya no estaría expuesto a la llegada masiva de inmigrantes turcos, cuya entrada en el espacio comunitario, según afirmaban miles de carteles repartidos por las ciudades de todo el mundo, era inminente. La idea era una mentira, pero funcionaba dentro de un relato interno.

La verdad no importaba.

Trump Farage Donald Trump y Nigel Farage. (Gerald Herbert/AP Photo)

El Reino Unido jamás recuperará los 350 millones de libras para el NHS, porque nunca existieron, del mismo modo que jamás se librará de la inminente entrada de Turquía en la Unión Europea, porque nunca ha estado cerca de ello. Los medios liberales y progresistas británicos trataron de echar por tierra los mitos de la campaña del Leave. Sin éxito. Perdieron el voto. No lograron convencer a los votantes euroescépticos de que los argumentos utilizados por los políticos en los que confiaban eran falsos.

Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, Donald Trump afirmaba cosas falsas al menos un 78% de las ocasiones en las que abría la boca. La más escandalosa, que no la última, fue cuando apareció en un estrado para negar que él hubiera ideado la polémica del nacimiento fuera de Estados Unidos de Barack Obama. En su lugar, culpó a la campaña de Hillary Clinton en 2008. Era mentira. Y los medios, hartos de lidiar con un hombre tan esquivo a la verdad, decidieron recordarlo en sus titulares, de forma muy singular.

Los periodistas estadounidenses han tenido que reorganizar sus priorirades deontológicas tras la irrupción de Trump. ¿Cómo se combate a un hombre que miente por sistema? No se puede ofrecer el tratamiento habitual y equidistante en torno a dos ideas políticas (X dice una cosa, Y dice la otra). La CNN optó por recoger en sus titulares las declaraciones textuales de Trump, para añadir entre paréntesis que lo que estaba afirmando era falso. Los grandes periódicos decidieron enfocarlo hacia el aspecto mentiroso de sus palabras.

Cuando importa más lo que sientes frente a los hechos

Lo sucedido en Reino Unido y en Estados Unidos, pero también en otros países y en torno a movimientos de toda condición, ha llevado al debate intelectual a hablar de la democracia post-verdad, post-factual. Un punto en el cual ya no importa que un hecho sea verdad o mentira, sino lo que los votantes “sientan” hacia ese hecho. Así, da igual que el relato sobre la deslocalización de fábricas en EEUU sea discutible, lo importante es que los votantes de Trump “sienten” que han sido dejados de lados por la globalización, aún cuando no son ellos ni los más pobres ni los más afectados.

El fenómeno es tan universal y ha tomado de forma tan ruidosa el debate político de Occidente que hoy, el Diccionario de Oxford, ha declarado a “post-verdad” como la palabra del año. ¿Pero de dónde sale este relato sobre los sentimientos frente a los hechos como pulso del votante? Y lo más importante, ¿por qué?

Leave Carteles como estos fueron instalados por todo el Reino Unido. Su axioma, “Turquía va a ingresar en la Unión Europea”, era mentira.

Quizá lo interesante sea comprender la naturaleza conflictiva de la democracia con la verdad. Hablamos con Ramón González Ferriz, autor de La revolución divertida y director de Ahora Semanal. “Las campañas, los discursos parlamentarios y las promesas siempre se han apoyado, al menos en parte, en vaguedades o abiertas mentiras: no hay que escandalizarse por ello, está en la naturaleza de la política”, explica. Verdad y discurso político no siempre han ido de la mano: nuestros representantes siempre han maquillado la verdad, han escondido los hechos en su beneficio y han vendido sus relatos más cómodos.

¿Qué ha cambiado ahora? La indiferencia absoluta a la verdad. Antes, cuenta González Ferriz, un político podía difuminar la verdad asumiendo que esta existía. Hoy, Nigel Farage o Donald Trump son sencillamente indiferentes a la misma. Y se basan en datos falsos para defender sus argumentos, no en coartadas y argumentos difuminados. Acuden a la invención con descaro. “Ese es un rasgo de la política posfactual: tener un discurso aparentemente basado en hechos pero con hechos falsos o completamente tergiversados”, añade.

Para Manuel Arias Maldonado, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga y autor de La democracia sentimental, la democracia post-factual tiene unos marcos difusos: “Hablamos de una hipótesis, no de una realidad incontestable. Harían falta análisis comparativos con el empleo del lenguaje en épocas previas para descartar que algo parecido a una democracia postfactual no haya existido siempre”. La característica principal de nuestros tiempos, pues, no sería tanto el recelo hacia la verdad como la desconfianza hacia las élites que emiten los datos válidos y verdaderos.

Según Maldonado, este último es un aspecto clave: los votantes, tras la crisis económica y la degradación del prestigio de las élites y de las instituciones, han dejado de creer en sus instituciones y en sus representantes. La alta polarización en la que nos hemos sumergido, causa tanto de las desigualdades económicas como del efecto trinchera de las redes sociales, ha podido provocar que antes que en torno a los hechos, los grupos políticos, los votantes, cierren filas en torno a sus sentimientos. Es decir, en torno a sus esquemas morales y políticos, frente a la desconfianza de las ideas y verdades de enfrente.

La dubitativa búsqueda del responsable del problema

Así, hemos llegado a Trump y al Brexit, pero también a Le Pen y a toda suerte de populismos. Es un problema extendido y muy debatido en foros nacionales e internacionales, desde El País hasta The New York Times. En Granta tratan de encontrar respuestas más concretas. ¿Ha sido la tecnología? Es una posibilidad, en la línea de Maldonado, ya que ha favorecido que podamos alimentarnos informativamente sólo de nuestros nichos. ¿Ha sido el post-modernismo? Inicialmente emancipatorio, también, dado que ha acabado con la idea de una verdad frente al relativismo. ¿Ha sido la globalización? ¿Hemos sido los medios?

Dl U327720 005 Evan Vucci/AP Photo.

En el fondo, también se puede interpretar como una crisis del modelo liberal. “Tengo una sensación sin pruebas: alguna gente siente que la política liberal —la que se basa en el pluralismo, la tolerancia, los equilibrios y contrapesos, las instituciones contramayoritarias— es un aburrimiento, una cobardía y un fracaso. Que los parlamentos son puro teatro. Que las ideologías clásicas son excusas de los poderosos para robar o, al menos, para ascender”, opina González Ferriz. Minada la credibilidad, lo cierto se convierte en algo maleable.

Así, continúa González Ferriz, los partidos políticos tradicionales y las ideologías clásicas que los sustentan no habrían sabido adaptarse al cambio de los tiempos, dejando vacío un hueco que, crisis económica mediante, han rellenado los demagogos. Por ahí, además, Maldonado identifica brechas sociales a varios niveles: la desconfianza total hacia las élites entre las clases populares y el alejamiento cada vez más evidente entre nacionalistas y cosmopolitas, entre quienes entienden la globalización como perjuicio y quienes no.

El caldo de cultivo es ideal, pues, para que surjan propuestas políticas que dejen de lado la verdad al juzgarla una herramienta molesta. Para Farage y el grueso de los políticos del Leave, por ejemplo, el problema de Reino Unido eran “los expertos“, élites burocráticas similares a las de Bruselas que tomaban las decisiones del país al margen de la gente, sumida en una perenne crisis. Es un relato atractivo para quienes, como los votantes de Trump, se sienten excluidos y derrotados por la globalización. El propio Trump hace de su anti-elitismo, de su alejamiento de Washington, un punto a favor.

¿Pero tan negativa es la disociación de verdad y discurso político en la que progresivamente nos estamos sumergiendo? Al fin y al cabo, como hemos visto, los políticos siempre han tenido una relación tortuosa con la verdad.

Dl A00803770 036 Douliery Olivier/AP Photo.

Quizá una de las respuestas más alarmantes la ofrezca The Economist, en un razonamiento impecable: si los políticos se sumergen en una retórica de post-verdad, aplican un diagnóstico desligado de la realidad a problemas acuciantes. Cuando los votantes optan por comprar esos relatos, lo hacen esperando superar sus ansiedades, sus problemas sociales y económicos. Pero en última instancia, los discursos post-factuales no tienen soluciones para problemas que han descrito desde la más absoluta lejanía. El ejemplo más claro es el Brexit y la cruda realidad tras un voto aupado por expectativas muy distintas.

Es un populismo que se retroalimenta. ¿Qué sucederá en Reino Unido, como interpretará la opinión pública la actitud de sus políticos, cuando el señalamiento de las comunidades inmigrantes y el cierre de la frontera no repercuta en un mayor bienestar económico? ¿O de qué modo afrontará el votante de Trump que su situación económica no haya mejorado tras la construcción de un muro que quizá jamás se edifique en la frontera de México? Es posible que una de las respuestas sea aún más ansiedad, más rabia y una querencia a, cada vez, movimientos políticas más extremistas. Pero sólo es posible.

Hay otro peligro derivado del que advierte Maldonado: la post-verdad es contagiosa. Si Trump o el Brexit han logrado triunfar, ¿por qué no aprender de sus estrategias políticas, tan exitosas? “La postfactualidad contamina la entera esfera política y condiciona el discurso de todos sus actores. Puede verse con el Partido Conservador y el Brexit, con Sarkozy y el Frente Nacional, con el PSOE y Podemos. Todo lo que no sea ajustarse respetar el principio de realidad es un problema para una comunidad política”.

¿Y cómo salimos de este embrollo?

“Es un círculo vicioso del que se puede salir, pero tampoco deberíamos darlo por hecho”, tranquiliza González Ferriz. “El largo periodo liberal que se inicia después de la Segunda Guerra Mundial puede cerrarse, lo cual sería horriblemente triste, pero nada está escrito. Por lo que respecta al recelo hacia las élites y los expertos, creo que eso es cíclico. Que tiene que ver con los ciclos económicos, pero también con la aparición puntual de demagogos con talento”. Para el caso estadounidense, ese talento tiene un nombre: Donald Trump.

La respuesta tradicional liberal a este fenómeno había sido simple: datos. Si un hombre como Trump relata verdades abiertamente falsas, la forma de neutralizarlo es a través de los hechos. Pero no es así, manifestado de forma estrepitosa en el Brexit, donde los titulares falsos y los hechos inciertos capitalizaron la campaña del Leave. “La mayoría de nosotros somos incapaces de comprobar la veracidad de una parte importante de los datos con los que somos bombardeados cada día. Si un político que consideramos un adversario ideológico desmiente una cifra dada por otro que consideramos un aliado, simplemente creemos que miente”, aclara González Ferriz.

La polaridad mina la credibilidad, la confianza y las posiciones neutras.

Truthtiness 2005.

En su lugar, optamos por los sentimientos. Ya en 2005, Stephen Colbert parodiaba esta actitud en The Colbert Report, inventando una palabra, “truthtiness”, que expresaba hechos que se sentían verdad. “No hablamos de la verdad, hablamos de algo que parece verdad, de la verdad que queremos que exista”, expresaba en su segmento.

¿Pero de qué modo se puede combatir algo que surge del instinto del votante, de su recelo hacia las élites que siente que le han traicionado o que han fracasado? “Seguramente, lo único que puede hacerse es hablar claro en la denuncia de las falsedades y fomentar una cultura comunicativa más firme por parte de los medios de prestigio. Pero en la medida en que esa susceptibilidad emocional del votante se relaciona con sentimientos de agravio que remiten a la crisis y la globalización, la tarea es bien ardua”, razona Maldonado.

Para él, la libertad de medios siempre habilitará a demagogos dentro de la esfera pública. Y pese a que los medios siempre tendrán que mejorar y perfeccionar sus hábitos y tareas profesionales o a que los políticos de “liderazgo racional”, como Merkel y Obama, siempre serán aliados necesarios, la solución siempre será política o económica. “La insatisfacción de los ciudadanos tiene que ver con la falta de rendimientos del sistema político y económico: con la crisis”, añade, “de ese círculo vicioso sólo se puede salir mediante políticas eficaces”.

I Want To Believe También en política.

Dicho de otro modo: si el problema es estructural, acudamos a la estructura.

Para González Ferriz, ese problema estructural surge de “sociedades más heterogéneas, del decrecimiento de la dependencia de la economía de la industria, de la práctica desaparición de los sindicatos y bajada inmensa de la afiliación en los partidos” o de la nueva realidad mediática. Una en la que las visiones progresistas sobre los “hechos” o sobre lo que la prensa cree “correcto” choca frente a una inmenso volumen de votantes “reticente hacia ideas como la tolerancia o el cosmopolitismo”. La prensa, opina, “tienden a presentárnoslos como una cosa rarísima. No lo son”.

Es la desconexión, la burbuja liberal (y que tiene su burbuja rural contraria). Pero es la prueba de cómo las soluciones a la post-verdad pueden llegar a través del electorado y de sus preocupaciones, comprendiendo a quienes los remainers o Hillary Clinton perdieron. La relevancia del debate es alta y trascendental. Como concluye González Ferriz, “el beneficio a corto plazo que partes de la sociedad puedan obtener de un un creciente nacionalismo, de la cerrazón cultural o económica, desaparecerá pronto. Ni en términos identitarios ni en términos puramente pragmáticos saldrá nada bueno de esto”.

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