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Redes sociales y democracia: un encaje difícil… ¿o imposible?

Una tesis potencialmente muy interesante aventurada por Josh Constine, editor jefe de TechCrunch: si Facebook no es capaz de controlar el uso de su plataforma para evitar las mentiras y la manipulación en unas elecciones, lo que tiene que hacer es prohibir toda actividad de campaña electoral. Sencillamente, lo que nos jugamos como sociedad es demasiado importante como para tolerar los posibles efectos de algo así.

¿Qué es exactamente lo que Facebook ha dicho sobre ese tema? Que si bien su política de publicidad es la de no aceptar anuncios que contengan mentiras (específicamente, «contenido engañoso, erróneo o falso») y la de intentar evitarlos o retirarlos cuando es sabido que es así, la compañía exime específicamente de cumplir esa regla a los anuncios que tengan que ver con campañas políticas. Las razones que llevan a Facebook a tomar esa decisión pueden ser relativamente claras: la falsedad en política es una cuestión que puede llegar a ser muy relativa e interpretable, pero sobre todo, en donde decidirlo no parece una cuestión que pueda resolverse mediante una solución tecnológica, sino que requiere otro tipo de recursos. Y de hecho, ¿alguien piensa que poner a Facebook a decidir lo que es cierto o falso en una campaña electoral podría llegar a ser de alguna manera una buena idea?

Sin embargo, que Facebook no se considere capaz de controlar la difusión de mentiras en su plataforma cuando hablamos de campañas electorales no debería convertirse, como de hecho se ha convertido, en una especie de carta blanca para que algunos candidatos hagan de la mentira su forma de campaña y difundan noticias claramente falsas con el fin de alarmar o polarizar a la población. De hecho, el sinsentido que supone que Facebook decline su responsabilidad a la hora de impedir la mentira en campañas políticas ha sido rápidamente explotado por otra candidata, la demócrata Elizabeth Warren, que insertó en la plataforma un anuncio en modo trolling en el que afirmaba que Mark Zuckerberg daba su apoyo explícito a la candidatura de Donald Trump (para aclarar que era mentira unas líneas más abajo).

Posiblemente deberíamos plantearnos dos preguntas: la primera, ¿qué diferencia las campañas políticas de cualquier otro tipo de marketing? La idea de que los políticos mienten cuando están en campaña está enormemente extendida, pero el tipo de mentiras de las que hablamos suele asociarse con las promesas, no tanto con cuestiones factuales. Que un político prometa que va a hacer algo y después no lo haga es algo que entra dentro del panorama habitual, y que además, en el momento en que lo afirmar, no tiene comprobación posible. Otra cuestión, obviamente, es que haga afirmaciones factuales patentemente falsas, como por ejemplo que los demócratas pretenden derogar la 2ª Enmienda de la Constitución (el derecho a poseer y llevar armas), algo que ningún candidato demócrata ha dicho hasta el momento, con el fin de polarizar el voto. Eso, claramente, entra dentro de lo que se considera publicidad engañosa, y no debería poderse hacer, ni en Facebook, ni en ningún otro canal.

La segunda pregunta es qué diferencia las campañas en redes sociales de las de otro tipo de medios, de las llevadas a cabo a través de otros canales. La respuesta es sencilla: su enorme capacidad para la segmentación en función de variables de todo tipo. Eso permite al político que miente dirigir sus mentiras precisamente a aquellos colectivos que identifica como más vulnerables o sensibles a esas mentiras, lo que le proporciona una capacidad de manipulación muy superior. Una mentira evidente que intenta ser difundida a través de un canal masivo se encontrará generalmente con una respuesta masiva inmediata, probablemente a través de las redes sociales, que puede asumir que una gran parte de la población tiene información de contexto sobre el tema, y que puede hacer que la mentira se vuelva contra su emisor. En una red social, en cambio, la mentira puede administrarse, puede hacerse crecer en determinados colectivos menos críticos o reactivos, y puede difundirse con estrategias progresivas, a modo de bola de nieve que rueda por una ladera, y que en muchos casos nos llega a través de los perfiles de amigos o conocidos en los que confiamos. Contra las mentiras a través de redes sociales, en muchos sentidos, estamos menos equipados, menos preparados como sociedad.

Como el autor del artículo dice, cuando un juego es peligroso, no nos planteamos eliminar al árbitro, sino dejar de jugar. La evidencia de la peligrosidad del juego no la tenemos simplemente en los Estados Unidos en las elecciones anteriores y en las siguientes si no hacen nada para evitarlo, sino en hasta setenta países que han sido ya objetivos de campañas de desinformación políticas de diversos tipos, por diversos actores, a lo largo de la relativamente corta historia de las redes sociales. Entre utilizar las redes sociales para hacer llegar un programa electoral a colectivos en un área o con un demográfico determinado como se hacía anteriormente, y usarlo para provocar la difusión de mentiras destinadas a polarizar el voto hay claramente una gran diferencia. Pero de una manera u otra, el problema se termina si, mientras no se desarrollan mecanismos adecuados para lidiar con el problema, se dejan de utilizar las redes sociales para campañas electorales.

¿Sería posible hacerlo? Para las compañías que gestionan esas redes sociales, obviamente, algo así supondría importantes pérdidas económicas. Es relativamente habitual que Donald Trump sea el mayor anunciante en Facebook, lo que da una idea de la naturaleza de sus estrategias. ¿Sería posible obligar a Facebook a renunciar a esos ingresos? Pero, más importante aún… ¿supondría eso la solución del problema? Muchas de las campañas de desinformación política utilizadas en redes sociales no están etiquetadas como campañas publicitarias, sino que toman la forma de «coordinated inauthentic behavior», supuestos grupos ciudadanos, activistas o cuentas generalmente falsas que simulan actividad legítima de ciudadanos supuestamente reales. Si se prohibiesen las campañas electorales explícitas en las redes sociales, ¿no podría llevar eso a un incremento inmediato de la actividad ilegítima, como forma de tratar de lograr el mismo fin a través de un método diferente?

Si no permitimos – o al menos, intentamos impedir – la falsedad en la publicidad en todo tipo de productos o servicios, ¿qué sentido tiene que la política sea un «vale todo»? Y si ni siquiera «vale todo» en medios convencionales, ¿por qué en las redes sociales sí? ¿Tenemos que asumir que el actual modelo de redes sociales es incompatible con una democracia sana? ¿Tiene sentido, dado que las plataformas sociales afirman no ser capaces de poner bajo control las mentiras y la manipulación en campañas electorales, obligarlas a dejar de participar en esa actividad? ¿Deberíamos imponer límites a la publicidad en redes sociales e impedir que los partidos políticos o candidatos las utilicen para tratar de convencer a sus votantes? ¿Tendría sentido plantear algo así, unas redes sociales libres de actividades de campaña electoral explícita, al tiempo que tratamos de controlar la «coordinated unauthentic behavior«? ¿Muerto el perro, se acaba la rabia? ¿O ese perro no se va a dejar matar tan fácilmente?

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