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Política en los videojuegos, de lo implícito a lo explícito

America’s Army (2002) es un juego de disparos en primera persona que glorifica la violencia. Podría pensarse que es un título sin interés, pero repasando sus créditos hay un detalle que lo aleja de los Fornite y los Call of Duty: el juego ha sido producido por el gobierno estadounidense. Teniendo en cuenta su factura, debería costar unas cuantas decenas de dólares, pero America’s Army se puede descargar de forma gratuita (unos ocho millones de usuarios así lo han hecho) porque es pura propaganda. La idea surgió a principios del siglo XXI, cuando el ejército estadounidense cosechaba los números más bajos de reclutamiento de los últimos 30 años. La autoridad competente no ha hecho público ningún dato sobre el impacto real de este proyecto, pero basta decir que ha ido sumando actualizaciones y nuevas entregas sin interrupción en estos 16 años.

El grupo terrorista ISIS no se diferencia en esto de su mayor enemigo. En 2014 quiso convertir el videojuego en una herramienta de propaganda y se sirvió de un vídeo en el que modificaba el famoso Grand Theft Auto para articular un mensaje de llamada a la yihad. Aunque el resultado no fuese un juego como tal, sino una especie de tráiler de un título inexistente, la idea estaba clara. ISIS quería reclutar a jóvenes, así que se sirvió del lenguaje de estos, el que usan a diario youtubers como Vegetta777 o el El Rubius, para conseguirlo.

Estos dos casos ejemplifican el poder propagandístico de los videojuegos. En ambos, su uso como arma política está orientado no a la reflexión, sino a la acción: a alistarse en el ejército, a matar infieles. Olvidan que lo que ha diferenciado siempre los videojuegos de otras plataformas es su capacidad de elección, la libertad del jugador. Los videojuegos políticos más interesantes no tratan, pues, de convencer, sino de plantear dilemas; de poner al jugador en la piel, en los píxeles, de personas ajenas a él.

La exposición Game and Politics, organizada por el instituto Goethe y presentada en el Cuartel de Conde Duque de Madrid, ha querido centrarse en estos juegos más sutiles. El resultado no solo es innovador a nivel formal (una exposición en la que las obras no se admiran, se juegan), sino que transmite un fondo rompedor. La exposición analiza políticamente un elemento que hasta ahora muchos habían menospreciado por infantil. Visitándola se puede constatar que hay muchos títulos que contradicen esta creencia.

En Perfect Woman tienes que retorcerte y contorsionarte para poder encajar en los cánones femeninos. La metáfora se convierte aquí en algo literal y jugable, un Twister de estereotipos de género. A través de una cámara, el juego capta el movimiento del jugador y lo superpone sobre una plantilla a la que este deberá acoplarse a los perfiles de madre abnegada, profesional brillante o mujercita femenina.

En Papers Please eres inspector de aduanas en el ficticio estado de Arstotzka, decidiendo quién entra en el país y quién se queda fuera. El título, publicado en 2013 con gran éxito de crítica, pone al jugador en tesituras más morales que jugables y va tejiendo, a través de pequeñas historias, el retrato de una dictadura comunista. Más que un videojuego es un ensayo virtual que hace comprender al jugador cómo funcionan el egoísmo, la supervivencia y la alienación laboral en un entorno desquiciante.

La exposición también contiene juegos originales como un simulador de salida del armario o una crítica sobre las condiciones inhumanas en las que se fabrican los móviles. Otros títulos reflexionan sobre la relación entre la industria armamentística y la del videojuego. Incluso hay un cómic interactivo que narra el golpe de estado en el Irán de 1953 desde el punto de vista del gato del primer ministro.

Las temáticas son variadas, las mecánicas de juego, diferentes y la estética, muy diversa. Lo único que tienen en común estos juegos es su capacidad para analizar sucesos sociales y políticos desde perspectivas minoritarias, poner al jugador al mando de personas que suelen estar en los márgenes de la historia. Ni Lara Croft ni Nathan Drake; aquí los héroes son asistentas, funcionarios, gatos y esclavos del capitalismo.

El pasado mes de marzo un videojuego se coló en el Parlamento canadiense. Todos los diputados recibieron una copia de Orwell: Ignorance is Strength. El título, una referencia directa a la novela 1984, fue enviado por la asociación de periodistas canadienses por la libertad de expresión (CJFE, por sus siglas en inglés) y pretendía concienciar a la clase política sobre los males de los excesos de la vigilancia y la propaganda gubernamental.

Orwell: Ignorance is Strength es un título de ficción, pero habla de eventos reales que afectan a nuestro día a día. Pone al jugador en la piel de un servidor del estado que debe investigar a civiles, en una situación similar a la que expuso el exagente de la NSA Edward Snowden. Incide en ideas y conceptos que no son nuevos, pero que ahora podemos revivir en primera persona. Y el impacto que tiene experimentar la simulación de algo que sabemos real es infinitamente mayor que escucharlo de pasada en las noticias.

Orwell: Ignorance is Strength nace con una finalidad de denuncia, ha sido concebido como un arma política desde su génesis y esto es un fenómeno relativamente moderno. El videojuego, sin embargo, ha sido siempre político. Como explica en su tesis Stefan Schwingeler, historiador del arte y asesor de Game&Politics, «jugar, por definición, conlleva implícitamente asumir una serie de normas y eso ya nos lleva a aceptar o rechazar un sistema». A lo largo de la historia hemos aceptado, simplemente al pulsar start, ciertos valores como la exaltación de la violencia, el capitalismo desaforado, el machismo, el racismo o los estereotipos de género.

La inclusión de estereotipos sociales y prejuicios en los videojuegos genera material suficiente para hacer política dentro de la consola. Lo que pasa es que nadie, ni la industria, ni los usuarios, ni la prensa especializada, se había preguntado por esta vertiente política hasta ahora. Nadie se preguntaba si era machista el que Mario tuviera que rescatar una y otra vez a la princesa Peach, o si era racista el que los negros siempre fueran pandilleros en GTA San Andreas. Pero lo era.

Hay casos especialmente llamativos sobre cómo la política se ha colado, de forma más o menos sutil, en los videojuegos. De entre todos ellos, Schwingeler destaca Los Sims (2000 en adelante), un simulador social en el que las metas, más allá de aquellas más lúbricas, se reducen a medrar en el trabajo, mejorar y ampliar la casa y comprar cosas que no necesitas. «Acumular objetos representa una parte considerable del gameplay, una regla no escrita en la que el capitalismo es parte del juego», analiza Schwingeler.

En el libro Extra Life (Errata Naturae) se dedica todo un capítulo a analizar la importancia del sintoísmo en el argumento de Final Fantasy VII y cómo esta religión (mayoritaria en Japón, donde se produjo el juego) se filtra en detalles, guiños y giros argumentales. El autor, Johana Mitropoulos, destaca la forma en la que conceptos como la ecología o la lucha contra el capitalismo se entremezclan con otros más propios del Japón feudal, construyendo un relato sobre la globalización y la hegemonía cultural. «La invasión de una entidad alienígena supone una alegoría sobre las preocupaciones de un Japón modernizado, más occidental», llega a afirmar el autor.

Esta política implícita es común a casi todos los títulos, desde Space Invaders (que muchos vieron como un reflejo de la Guerra Fría) hasta el FIFA. Sin embargo no siempre es algo intencional, sino una consecuencia lógica e inevitable. Los juegos son un reflejo de la sociedad en la que han sido creados y de los pensamientos de sus artífices. El problema surge al constatar que hablamos de una industria muy homogénea, liderada por hombres de clase alta, jóvenes y provenientes de países como EEUU, Japón, Francia o Inglaterra. Su visión de la vida, de la política y de los juegos era casi monolítica.

Hasta ahora. En la última década el abaratamiento del proceso de creación ha hecho que surjan nuevas voces, discursos y perspectivas. En su libro The Rise of the Video Game Zinesters, la creadora Ana Atrophy reivindicaba que los freaks, los normales, los amateurs, los artistas, los soñadores, los queers y las amas de casa conquistaran el juego como forma de expresión. Ella lo hizo en Dys4ria, contando, de forma autobiográfica, su proceso de transición de hombre a mujer. Su juego tuvo éxito, pero fue su libro, a medio camino entre el ensayo y el manual para programadores, el que marcó el cambio de paradigma, consagrando una tendencia que se ha acentuado en los últimos años. Los videojuegos se han concebido siempre como una vía de escape para evadirse de la realidad. Ahora se empieza a pensar en ellos como una herramienta para cambiarla.

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