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Francia y la educación en pensamiento crítico

Intentos de concienciar a la opinión pública con la facilidad que las redes sociales ofrecen a la difusión de noticias falsas los hemos visto ya en numerosos medios en forma de artículos, quizes y cuestionarios: el propósito es indudablemente digno de elogio, dado que sabemos perfectamente que las redes sociales no solo han jugado un papel importantísimo en la caída de las barreras de entrada a la publicación, permitiendo que cualquiera pueda convertirse en generador de noticias, sino que, además, tienden a que bajemos nuestras defensas cuando vemos que esas noticias han sido compartidas o aparecen asociadas a personas que conocemos. Educar en pensamiento crítico es fundamental hoy en día, y eso debe comenzar, por supuesto, en las escuelas: hoy, ningún estudiante debería graduarse sin haber recibido clases prácticas de materias que antes se estudiaban, en el mejor de los casos, únicamente en las escuelas de periodismo.

Hasta aquí, todo bien: estudiantes que, en clases regladas, reciben contenidos adaptados a las necesidades de vivir en la sociedad actual. Que Francia, que se convirtió en el primer país en plantear una estrategia de defensa exitosa de sus elecciones contra la injerencia extranjera y que actualmente vive una serie de procesos violentos generados en gran medida a través de Facebook y con una parte importante de responsabilidad de la propia compañía, sea consciente de la importancia de esta cuestión es algo que entra dentro de lo razonable. El problema, claro está, es el conservadurismo que lleva a que esos alumnos tengan que estudiar temas tan importantes en sus clases viéndolos proyectados en una pantalla en lugar de poder interaccionar directamente con los contenidos en sus smartphones como sería razonable. Y no pueden hacerlo porque las escuelas francesas han preferido no innovar para acomodar el uso de una herramienta potencialmente tan poderosa en el proceso educativo, y han optado por la vía fácil: la prohibición.

Contenidos como esos están hechos para que los alumnos los vean, los experimenten y los toquen directamente en sus propios dispositivos. Para que se encuentren con sus propios ejemplos, en las redes que realmente utilizan, sobre contenidos que les importan, no sobre un tweet cualquiera escogido por una profesora en función de unos argumentos determinados y que seguramente habla de temas que no les resultan especialmente próximos. El pensamiento crítico hay que entrenarlo con ejemplos propios, vincularlo a experiencias cercanas, a temas que te afectan, a cuestiones en las que te ves incluso implicado o reflejado, no con cuatro ejemplos proyectados en una pizarra. Y por supuesto, integrar los smartphones en una clase no es sencillo: los dispositivos ofrecen un indudable atractivo como auténticas “armas de distracción masiva” y son difíciles de controlar… pero aunque sea difícil, hay que hacerlo, porque renunciar a educar en el uso de un dispositivo que va a acompañar a los estudiantes durante, previsiblemente, toda su vida, es sencillamente apostar por una táctica perdedora. No se puede estar media vida piando por más presupuesto para dotar las aulas de ordenadores, y ahora que cada alumno lleva un ordenador en el bolsillo, obligarles por ley a que los dejen en casa porque no sabemos cómo integrarlos en nuestras metodologías didácticas. Es, sencillamente, declarar el fracaso de la innovación sin siquiera haberse puesto a intentarlo,. Es absurdo, conservador y, sobre todo, incoherente.

Bien por las escuelas francesas y por su intento de concienciar a sus alumnos sobre la importancia del pensamiento crítico. Pero muy mal por no explicárselo allí donde importa: en sus propios dispositivos. Mientras no superemos esos miedos irracionales, seguiremos construyendo escuelas desfasadas, anticuadas, y creyendo que cualquier método pasado fue mejor.

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